20 dic 2011

Rosencof y la resistencia de Tusitala


Iba a poner en estos días tan entrañables un par de cuentos de Navidad. Pero no me convencen. Al primero le falta algo. No se muy bien el qué. Si lo supiera ya lo habría puesto. El segundo me gusta más pero es un poco sórdido. Así que pasamos de cuentos de Navidad para invocar al espíritu de Tusitala.
Tusitala era el nombre que los aborígenes de los mares del sur le dieron a Robert Louis Stevenson. Significa “el que cuenta historias”. Es algo que narro en la función de cuentacuentos “El gigante y las estrellas” y no voy a repetir aquí. Tusitala murió en Samoa el tres de diciembre de 1894 tras años de enfermedad. No faltará quién diga que su salud estaba tan jodida por su afición a la bebida. En fin, cada uno…
En una carta escrita un año antes decía: “durante los últimos catorce años no he conocido ni un solo día de salud. He escrito enfermo, he escrito con hemorragias, he escrito con estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos.” Supongo que no podía hacer otra maldita cosa. Eso es la resistencia de Tusitala.
Me viene a la punta del bolígrafo Salman Rushdie y los tres millones de dólares con los que Jomeini puso precio a su cabeza. Y acude también el ánima de Dostoyevski de vacaciones en Siberia o escribiendo luego toda su vida asfixiado por las deudas, el alcohol, la epilepsia, la muerte de su hermano, la manutención de sus sobrinos, la muerte de su mujer y los abusos de los editores. Hasta tal punto que decía que escribía como atado a una mesa con unos grilletes. Y llega más tropa. Llega Federico García Lorca, y Primo Levy, y Bertol Brecht, Reynaldo Arenas, Roberto Saviano y tantos y tantos escritores torturados, perseguidos y silenciados que merecen pertenecer a la noble estirpe de Tusitala. 
Teresa Fonseca, una amiga de Julio, ha escrito una historia sobre Mauricio Rosencof, escritor uruguayo brutalmente torturado en la dictadura. Desde aquí lo nombramos caballero de la orden de Tusitala. Esta es la historia que Teresa nos mandó sobre la resistencia y el arte de contar cuentos:
   
Fui el miércoles 15 de noviembre de 2011 a escuchar la charla que daba Mauricio Rosencof, que es ya un señor viejito, pero yo firmaba por ser viejita como él. Listo, listo, listo como un ajo, simpático, haciéndonos reír en medio de las historias truculentas que nos transmitía, pues él vivió encerrado 13 años, bajo tierra, aislado en cubículos de uno y pico por sesenta centímetros y horrores así... Además de listo, simpático y buena gente, tiene el don del contador de historias. Ése que, si yo fuera hada madrina, regalaría a los niños nuevos que quiero. El mensaje que nos dio en la primera mitad de la charla es lo triste que es un mundo sin niños, y que ellos vivían en un mundo sin niños. Nos contó que él tiene una hija. Ella tenía ocho años cuando lo encerraron, la llevaban a visitarlo de vez en cuando, igual que también llevaban a la hija de su compañero, el que hoy es ministro de defensa, Huidobro se apellida. Lo llamaba por el mote, que ahora no recuerdo. Ellos estuvieron juntos estos años. Juntos quiere decir encerrados en el mismo penal pues no les permitían verse ni hablarse, e inventaron un Morse golpeando la pared para comunicarse. La palabra que usaron para inventarlo y descifrarlo fue, un día de Navidad, supieron que era Navidad porque habían oído a la tropa hablar de preparar asado y similares: "felicidades". Él apuntó los golpes que dio su amigo, logró deducir la palabra que le permitiría desentrañar la clave: la “a” un golpe, la “b” dos golpes... Os imagináis que las últimas letras del alfabeto eran un infierno! Luego perfeccionaron el sistema haciendo grupos de letras, desdeñando las letras inútiles que se repiten y no aportan nada... Estuvieron días sin hablarse en una ocasión que a su compañero los guardas le preguntaron: “¿Qué te pasa en el nudillo? ¿Lo tienes inflamado?”. Sus niñas estaban en terapia y decían que sus papás no tenían manos, así los dibujaban, porque siempre tenían las manos esposadas bajo la mesa. Su compañero volvió un día hecho polvo diciendo que iba a cancelar las visitas porque su hija sufría mucho (y él también). La niña había nacido en prisión y había tenido malas experiencias con los guardias, se oían sus llantos y sus gritos en el camino hacia el lugar de visitas. Él le convenció de que no, que si ahora decían que no tenían manos después dirían que no tenían papás. Le dijo: “vos tenés que conseguir que tu hija diga: "yo quiero ir a ver papa, porque papá me....?" "¿Qué?", se dolía que no tuvieran nada que darles a sus hijos, a otros presos les dejaban hacerles juguetes a sus hijos con las chapas o cualquier otra basura, a ellos nada... "Porque papa me cuenta un cuento", el amigo deprimido: “yo no soy bueno para los cuentos”; él: “pero yo sí, cuando tengas visita me avisas y yo te preparo un cuento”. Le pasó por Morse durante años un cuento, que dice hubiera dado para una novela de muchas páginas. La protagonista era una niña, era una niña a la que una mañana le salieron pollitos azules de debajo de la cama, y a la noche siguiente, después de que su mamá le leyera el cuento de Bambi, amaneció un cervatillo a sus pies. Pronto se dieron cuenta de que la niña tenía el poder de materializar sus sueños, y, preocupados, la llevaron a visitar sabios doctores, que, tras muchos esfuerzos, lo único que consiguieron fue un "reductor de sueños" menos sueños, más chiquitos. Lo consiguieron justo a tiempo cuando en la tele empezaron a pasar una serie que tenia de protagonista a Moby Dick, la gran ballena blanca... y así....

Antes nos había contado, ya digo haciendo mucho hincapié en "no teníamos nada que darles a nuestros hijos, nada", no se me hubiera ocurrido a mí que esto fuera un problema, un sufrimiento para ellos, el no poder darles cosas a sus hijos. Bueno, nos conto una historia suya: rascando en la pared de la celda, que estaba hecha de arena de la playa, había conseguido encontrar un diminuto canto rodado, fue un tesoro, lo guardo escondido bajo una tabla del suelo que se movía, y cuando llego el día de la visita de su hija, lo lustró, lo empalmó (supongo acepción 6 del diccionario RAE: “llevar la navaja oculta en la manga y la palma de la mano, para acometer de improviso”) y, cuando la niña estaba al otro lado de la reja, se acercó al sargento para pedirle que le diera a ella la piedrecita. El sargento lo miró con asco. Inspecciono minucioso, sistemático, con detalle aquella piedra minúscula que, obvio, podía ser muy peligrosa, a punto estuvo de tirarla a la papelera, pero finalmente accedió a dársela a la niña, y, así su padre pudo preguntarle si recordaba la historia de Pulgarcito y de cómo la primera vez usó miguitas de pan para encontrar el camino a casa, de cómo los pajaritos se las comieron, y de cómo la segunda vez perfeccionó la técnica y utilizó piedrecitas. “Pues bien, aquellas piedritas que Pulgarcito usó, se perdieron casi todas, casi todas, pero no todas, porque hoy se conservan tres: una está en París, custodiada bajo una urna de cristal de plomo blindado, junto al metro de platino iridiado que es la referencia de metros y kilómetros. La segunda está en el museo del Cairo, y, la Tercera, por caminos misteriosos ha llegado hasta mí, y yo he decidido que es el momento de confiártela a ti. Guárdala bien, sé consciente de la importancia que tiene, la historia que la acompaña”. El hacedor de cuentos supo luego por otra visita, que su niña dormía con la piedrita bajo la almohada, y explicaba que la tenía bien guardada para que su papá pudiera encontrar el camino de vuelta a casa. Grande Mauricio Rosencof.

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