1 abr 2011

La abuela




La última vez que estuve en Belver  me dio unas fotos que el abuelo llevaba en la cartera. Eran fotos de cuando cumplía con su tarea de perdedor de la guerra en las minas de Mequinenza. Las necesitaba para un libro de mi amigo Germán. Desde que murió el abuelo, a ella le encantaba contarme cosas de aquellos años. Aprovechó para criticar No hay silencio como el de la nieve. Los libros son para gente culta, dijo más o menos, que van a pensar de ese lenguaje tan soez. ¿Y qué es eso de matar un cura en la página dos? Me alegró saber que había dejado el mensajero de San Antonio para leer otra cosa.

A pesar de pertenecer a una familia pudiente y de derechas, mi abuela se casó con un perdedor de la guerra que había combatido en la columna Durruti. En el año treinta y nueve, cuando tenía diecisiete años, recibió una carta previo pago que llegaba de Barcelona. Su madre pagó pensando que una carta así debía ser muy importante. No le hizo ninguna gracia ver que se trataba de una carta de amor con una foto de un pocarropa belverino vestido de miliciano.
Se casaron y se convirtió en la auténtica matriarca de una casa pobre y derrotada.  Seguramente  lo único de su educación que sobrevivió al paso del tiempo fue la firmeza de su fe en Dios.
En el hospital, durante los últimos días de mi abuelo, pude ver en directo innumerables pruebas de amor del de antes. Se habían pasado los últimos años discutiendo por tonterías pero cuando vinieron mal dadas, los mirabas en el hospital y se te ponía la carne del revés. El abuelo echó al cura que iba a darle la extrema unción tantas veces como el obstinado párroco se acercó a tal menester (delante de mí fueron al menos cuatro veces)
Pero faltaba la última prueba. Ya en casa, en la cama, donde había pedido que lo llevaran para no morir en el hospital, el abuelo empeoró. Y la abuela salió de casa en plena noche con la misión de llevar al cura casi a empujones para que le diera a su marido el último sacramento. El abuelo ni se enteró. Pero la cosa no sentó bien. Casi todo el mundo lo consideró una falta de respeto. A mi la verdad es que no me hizo ninguna gracia. Mi hermana fue la única que comprendió el gesto. Lo defendió más o menos así: la abuela creía que el abuelo iba a pasar la eternidad en el infierno. Esto es importante. Ella creía realmente en esas cosas. A nosotros y al abuelo, continuó mi hermana, la religión es algo que nos da absolutamente igual. Por tanto, para nosotros, ese gesto carece de importancia. Pero si a ella le va a permitir vivir con la esperanza de reencontrarse con él mas adelante, está justificado. No es que al abuelo la religión le diera absolutamente igual pero acepté el argumento.
En el entierro caminó hasta el cementerio delante de mí sin que yo pudiera apartar la mirada de esas piernas hinchadas que parecían absolutamente inhabilitadas para andar. Se negó a ir en coche.
La abuela vivió diez años más. Una tarde llegó a casa compungida. Venía del cementerio y la tumba del abuelo de yeso blanco estaba adquiriendo un color verdoso y húmedo que daba mucho que pensar. Por temas burocráticos que no vienen al caso, no le habían permitido poner una lápida. Parecerá una tontería pero era algo que a ella le impedía dormir. Vamos y la pintamos, le dije.  Su cara se iluminó. ¿De blanco? Preguntó. ¿Qué te parece roja y negra, abuela? Como quieras. Era un atardecer de verano y después de pintar, me lié y fumé un cigarrillo junto a ella mirando la tumba en silencio.
El martes veintinueve de marzo, mientras rebozaba unas berenjenas para acompañar una liebre, se le paró el corazón. El cuatro de abril hubiera cumplido noventa años. Se fue con cuatro hijos, cinco nietos y un bisnieto. Luchando por vivir con normalidad hasta una hora antes del final y con una fe inquebrantable en la vida eterna. No es mala forma de acabar.
Tras el entierro miré en su mesilla de noche. Ahí estaba mi libro junto a la única lectura que yo le hubiera visto nunca: la revista esa de San Antonio. El marca páginas era una estampita de un santo. Lo tenía al final del capitulo ocho. Justo después de que mataran al cura.
Cuando en su casa nos quedamos solo los familiares, me entró hambre. Como si después de dejar a la abuela en el cementerio el cuerpo se sintiera aliviado y reclamara su pan y su descanso. Se lo dije a mi tía Gloria que encontró en la cocina las berenjenas y la liebre que la abuela nos dejó cocinada antes de marcharse.
Estaba muy buena, abuela. Descansa en paz.

7 comentarios:

  1. ¡Encantador y tierno relato!, enhorabuena.

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  2. Como diría algún viejo miliciano de la columna Durruti: que la tierra le sea leve.

    Bonito recuerdo. Seguro que le gustaría a tu abuela.

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  3. Lo siento mucho, Ros... por lo menos el homenaje es precioso... viva el "amor del de antes"!

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  4. Debo añadir, en honor a un sentimiento personal, que del linaje de Ros destaca una cualidad común. La honestidad humana, ciertos gestos de amor del de antes y curiosos guiños a la poesía. Conozco a Ros menos de lo que el puede imaginar, le quiero tanto como se mereze. Acaso la vida, a veces insulsa, otras veces gris, otras veces tediosa e incomprensible, nos arrebata determindas personas. Pero su ejemplo pervive, sobreviven en nosotros mismos. En la ausencia de la abuela, Ros saldrá fortalecido. Sabe interpretar el legado, la memoria y ciertas alegrías que le muestran sus mayores. Eres guapo, listo y tienes la fortuna de pertenecer a una familia de las de antes! Te quiero, imbécil! Yo también tengo hambre. En la nevera hay restos de poesía.

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  5. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras:

    "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir".

    No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.

    Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.
    José Saramago

    Y en lugar de abrazar a los árboles, el guiso de liebre.

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